Llovía, llovía mucho en el norte de Vietnam. Reportaban los periódicos inundaciones como hacía 40 años que no se producían. En la región de Haiphong (el puerto de Hanói) habían provocado riadas y la muerte de varias personas.
A las 10 de la mañana (después de unas cuantas horas de espera) la agencia nos confirmó que los barcos no saldrían ese día, por séptimo día consecutivo, en Halong Bay. Esto era algo que jamás había ocurrido pero que a nosotros nos estaba pillando de lleno. Uno de los highlights del viaje, la visita en barco (con noche incluida) a la bahía de Halong con sus miles de islotes kársticos en forma de huevera invertida, no se iba a producir.
Era mi segunda visita a Hanói en que no podía visitar Halong Bay. La otra porque no me parecía el viaje adecuado (me parecía que merecía más la pena y sería más romántico pasar la noche en el barquito viendo amanecer desde el camarote que el viaje de ida y vuelta que me proponían en esa ocasión con el Director de Logis en China…), y ésta por las inclemencias meteorológicas. Además, si bien nuestros compañeros de viaje podían estirar un día más su itinerario, el nuestro era inamovible y no cabía plan B para visitar Halong Bay. Resignados, optamos por una excursión alternativa y dimos por hecho que volveríamos en otra ocasión con más ganas que nunca.
Incluso había llegado el guía que nos llevaría a la zona de Ninh Binh al sudeste de Hanói. También turístico pues es una especie de Halong Bay en chiquitito y menos turístico (con río en lugar de mar) y con una catedral que fue de los franceses en la época en que era colonia y donde sucede parte de la trama de la novela de Graham Greene a la que luego me referiré en detalle (pues aproveché el viaje para releer). ¿Alguien no recuerda el papelón de Michael Caine en la película del mismo nombre: El americano impasible?
Pero mira por donde, los astros se alinearon y dejó de llover; no sólo dejó de llover sino que dieron permiso a nuestro barco para salir y, en un santiamén, nos organizaron el trayecto para poder salir esa misma tarde; saldríamos tarde pues los barcos normalmente salen sobre las 13 horas y nosotros lo haríamos a las 4 pero saldríamos y, lo que es mejor, saldríamos solos ya que sólo se había autorizado a nuestra compañía a salir. Y esto que parece baladí es una gran ventaja, pues si salen todos los barcos (algunos verdaderos cruceros con cientos de camarotes), y por muy grande que sea la bahía, el agobio le quita mucho encanto al paraje.
Curiosa fue la parada a comer en una especia de mega fábrica de artesanía que da trabajo a personas con diversidad funcional donde nos atendió un ejército de señoritas (camareras). No miento si digo que había más de 10 perfectamente uniformadas (y que pidieron encarecidamente fotografiarse con Coché y el que suscribe) para un comedor que no tenía más de 10 mesas y que éramos los únicos usuarios en ese momento. El servicio fenomenal, muy atento…Comimos bien y, aunque no compramos nada, había una especie de jefe de sala (de la fábrica que no del restaurante) que en perfecto español nos guió por las instalaciones. Muy amigo de Guardiola por cierto, con el que tenía una foto en actitud de camaradería que seguro no se hubiese hecho con Coché…el procés everywhere!!!
Salimos tarde y llegamos demasiado pronto porque a la mañana siguiente nos dieron carpetazo con demasiada diligencia. Diana a las 6:30, para ello pusieron el barco a navegar con todo el ruido habido y por haber, desayuno a las 7:15, paseo con baño por una playita con cueva incluida, de vuelta al barco a hacer las maletas, comida a las 10:45 (glubs) y a las 12 ya nos habían despachado pues a las 13 horas volvían a salir con otros pasajeros.
Soy un poco injusto pues fue espectacular estar solos en mitad de las sombras fantasmales de las montañas pero pagamos la soledad con que el mar estaba muy movido y lleno de basura traída por el temporal. Para más INRI, al estar nublado los colores del mar no eran tan espectaculares como dicen que lo son en días soleados. Bueno, yo me bañé en el mar de Tomkin y eso queda para el curriculum.
Y como no, el triunfador del crucero fue nuestro guía Tom con su inglés aristocrático marcadamente British que nos dejaba con la boca abierta cada vez que explicaba algo (fuera o no interesante) y que consiguió que gran parte de la cena que nos sirvieron en cubierta consistiera (imagino que también por el vino) en un intento de todos por imitar su particular acento aprendido, sin duda, en documentales de la BBC sobre animales.