Después de la peripecia con la policía, llegamos a Miami justitos para la cena. Eran sólo las 9:30 pero nos pusieron cara rara en el hotel «The Marquesa» cuando preguntamos por un sitio donde cenar a esas horas; ufff, aquí no se suele trasnochar mucho, nos dijo el amable conserje del hotel mientras nos ayudaba trabajosamente con las maletas. Y lo hacía de esa manera por su avanzada edad; cualquiera hubiera pensado que tenía edad más que suficiente para disfrutar de un merecido descanso en forma de jubilación. Claro, que en ese momento no vimos ni un alma en la coqueta piscina del hotel pues, como nos dimos cuenta a la mañana siguiente, la edad media de los huéspedes hacia que nuestro amable recepcionista fuera todavía un yogurín.
Pero vuelvo al tema de la cena, donde, tras varias gestiones conseguimos que nos atendieran en el restaurante anexo al hotel (también llamado The Marquesa pues, como la mayoría de las casas en Key West (o Cayo Hueso como curiosamente se traduce en castellano), era una mansión con ese nombre construida a fines del siglo XIX.
Como podéis imaginar, es Key West más un sitio de retiro para jubilados adinerados, que no una bacanal en forma de fiesta permanente. Sin playa pero con un puerto deportivo que permite disfrutar de la pesca y el submarinismo en la zona; hay que recordar la cercanía con Cuba de la que no dista más de 100 millas. Vaya, que para un día holgazaneando en la piscina da pero no para mucho más, así que a media tarde tomamos los bártulos hacia Miami Beach.
Paramos por el camino, en la isla de Marathon, a comer en un sitio curioso famoso por el marisco, en particular las langostas (ya se sabe que la langosta de la zona no es muy sabrosa y es a la gallega como el prosciutto de Parma al jamón de Jabugo) que puedes degustar en cantidad al borde del mar y a precios populares. El sitio se llama “Key Fisheries” y creo que en fin de semana se pone hasta arriba así que conviene ir a horas intempestivas para las costumbres culinarias americanas (por ejemplo a las 3 de la tarde que para ellos no es ni chicha ni limoná…).
Claro que la llegada a Miami beach con nuestro Mustang descapotable fue a todo trapo. Gracias a Jorgito, que luego nos falló por motivos domésticos indeterminados, nos alojamos en el Shoreclub, vaya, en el mero, mero… Hotel icónico en la zona norte de Collins con un diseño Zen que contrasta con el Art Deco de la mayoría de los hoteles de la zona. Como coincidía fin de semana la piscina se ponía buena desde prontito con un ritmo endiablado animado por los DJs y salpimentado por ellas y ellos luciendo tipo y bañadores minúsculos. Camareras hacendosas se afanan en saciar la sed y ganas de fiesta del personal lo que da lugar a un ambiente curioso (por lo menos para nosotros no acostumbrados a este percal) y bullicioso. Eso sí, cuando te has tomado 3 mojitos las cosas se ven de otra manera y te olvidas de la clavada que te van a pegar con los susodichos.
Para suplir los duros días de piscina y las cenas memorables de la que luego hablaré, todas las mañanas a correr por Ocean Drive; 5 kms para abajo y 5 de vuelta con el caloret y la humedad te daban para lo que te echaran el resto del día.
Restaurantes; parto de una obviedad, los de moda todos caros, muy caros; especialmente si se te va la olla y pides vino (no lo hagáis, 3 veces lo que vale en un restaurante en España…en un restaurante de moda me refiero). Dejando de lado el aspecto precio, me gustó mucho el Zuma al que acudimos sobre todo por la promesa de Carlitos Gil de encontrar lo mejor de lo mejor en cuanto a público femenino (japo fusión en los bajos del Hotel Epic en el puerto de Miami, no en Miami beach), aceptable el Juvia (más japo fusión todavía, con unas vistas espectaculares y gente guapa) y normalito el Barton G donde ya había estado y que tiene más gracia la parafernalia alrededor de la comida que la comida en sí, muy normalita.
Me quedé con ganas de probar el famoso Versalles en Little Havanna, aunque si aproveché para dar una vuelta por Coconut Grove y tomar una cerveza con vistas a la bahía desde la encantadora terraza del pequeño hotel Gibraltar, sito en una pequeña isla residencial cuyo nombre no recuerdo pero que me pareció muy adecuada para despedirme de esos días de derroche y entrar de lleno en la vorágine de trabajo que me esperaba al día siguiente en la zona industrial de Miami. Y todo empezó con una cena en un restaurante italiano de polígono que parecía situada en otra galaxia comparada con el glamour del fin de semana…