En Sapa Valley nos recogió nuestra guía Ha para llevarnos a la ciudad desde donde empezaríamos el trekking que tan preocupado tenía a Coché.
Eso sí, todo muy glamuroso, primero nos aseamos en el baño de la agencia de viajes y luego nos llevó a desayunar opíparamente en un lugar difícil de clasificar con aires franceses más en la pretensión que en la realidad. Y pasamos la mañana caminando entre arrozales, montañas verdes. Increíblemente, todavía no llovía lo que hizo que nuestro ánimo mejorara mucho.
Sapa está a más de 2.000m2 de altitud por lo que en invierno hace mucho frio. De hecho nieva asiduamente en las montañas. Por tanto no se decir cuando es el mejor momento para visitarlo pero nunca en el monzón (y menos en este que fue el peor en los últimos 40 años en cuanto a lluvias). Pero en ese momento todavía no llovía, así que anduvimos varias horas con nuestra guía que, también he de decirlo, estaba más interesada en contarnos que tenía un novio australiano y hacerse amiga nuestra en las redes sociales, que en explicarnos cosas, tal vez es que no había mucho que explicar….
Ella era Black Hmong, una de las minorías de la zona; había también otros colores de Hmong (son los vietnamitas originarios de China que nunca se creyeron vietnamitas y que, por tanto, apoyaron a los americanos en la guerra con lo que os podéis imaginar cómo los trataron posteriormente los vietnamitas; a lo mejor os acordáis de los “boat people” que partieron de Vietnam con objetivo de llegar a EEUU tras la guerra; si no seguro que os acordáis del peliculón de Clint Eastwood: Grand Torino, sí, son ellos). Y finalmente estaban los Dao, fácilmente reconocibles porque al casarse las mujeres se depilan las cejas y se rapan la frente quedando verdaderamente feas. Adicionalmente se ponen una especie de gorro de Santa Claus que les da un aspecto bastante cómico.
El método de venta de estas mujeres es bastante simple pero muy efectivo. Venden artesanías, hasta ahí como en cualquier otra parte. Pero no te acosan sino que comienzan a caminar a tu lado. Con educación, una vez roto el hielo, te preguntan tu nombre y de dónde vienes. No va más allá. Sino que siguen caminando al lado tuyo con la sonrisa en la boca. Una se pega a cada integrante del grupo. Intentas disimular; ya se cansará, voy a hacer como que no me importa, a ver quién puede más…y pueden más ellas. Llega un momento en que las miras directamente (ellas sonríen) y comienza la negociación dentro del grupo. ¿Cómo hacemos para que no nos sigan más? No parece plausible comprar a una y no a otras por lo que establecimos un precio único fijo y todas tendrían derecho a vender uno de sus objetos. Son buenas negociando y lo hacen con una sonrisa que te desmonta. Alguno llegó a pensar en una técnica similar para vender a sus clientes (en este caso rusos, les espero en la puerta de la oficina, les saludo y les sigo a todas sus gestiones hasta que caiga algo…)
Felices y libres de la presencia de nuestras amigas “minorities” llegamos a un bareto en medio de la nada que prometía grandes alegrías. Vistas espectaculares y cervecita fría. Planteamos comer allí a nuestra guía pero tal vez era demasiado pronto. Nos prometió que comeríamos en otro sitio parecido ya en el pueblo. Tal vez no con esas vistas pero…con buena comida. Así que seguimos la marcha confiados en el buen hacer de esta muchacha que seguía empeñada en que su pasión por los occidentales fuera el tema de conversación del grupo. Finalmente, llegamos a donde comeríamos. Imaginaros una hondonada donde pegaba el sol a destajo, con una construcción a medio hacer y, como es lógico carente de vistas más allá de la ropa colgada en una cuerda (si, con calzoncillos y bragas de abuela…). Allí comeríamos, lo cual no era una gran satisfacción, pero también dormiríamos, pues en ese instante nos enteramos que esa era la familia Dao donde nos quedaríamos. Y el bajón vino acompañado de unos truenos que anticiparon una tromba de agua que ya no nos abandonó en todo el fin de semana. Y nadie descolgó la ropa colgada. Tal vez, pensamos, era su sistema de lavado…
¿Y qué haremos por la tarde? Preguntamos a nuestra guía mientras nos traían la comida. No hubo una respuesta clara y, visto lo visto no parecía demasiado excitante pasar la tarde en ese lugar. Ojalá hubiéramos llevado una baraja de cartas…
Finalmente nos decidimos a dar un paseo. Nos mojamos pero mereció la pena. Cruzamos ríos, subimos y bajamos montañas, nos picaron mosquitos y acabamos cenando en otro “homestay” que nos parecía la gloria comparado con donde dormiríamos. Aunque no parezca muy glamurosa la escena de la camarera/dueña recibiéndonos en eskijama con el bebé en brazos, lo cierto es que el sitio nos pareció genial comparado con el nuestro. Nos planteamos seriamente hacer el cambio a éste donde los baños nos parecían de un lujo asiático comparado en el baño de nuestra casa (donde había mucha, mucha mugre y un agujero en la pared sospechoso en forma de ventana abierta al mundo). Incluso nos pareció simpático que el camarero que recogió las sobras del omnipresente arroz se quedara charlando con nosotros (juro que no recuerdo en que idioma) con el susodicho plato de arroz en la mano al que pegaba cucharadas como si fuera la cosa más normal del mundo.
Y acabamos, con una tormenta inmisericorde, metidos en 4 tinas en nuestra “homestay” dándonos el baño de hierbas. Fue una experiencia curiosa, hasta un poco mística diría y, las cosas como son, dormimos como angelitos bajo una tromba de agua tremenda y en un cuarto anexo a la casa donde dormía desperdigada el resto de la familia. De hecho nos costó salir de la cama a la hora establecida y nos supuso un problema gordo con el chofer que nos había de llevar de vuelta a la civilización para seguir caminando las montañas de Sapa…
Tras varias peripecias más en Sapa que os voy a ahorrar y después de visitar el curioso mercado de Bac Ha donde, ante la estupefacción de nuestros amigos sevillanos, probamos el licor de arroz servido en un tapón de depósito industrial (Dios sabe que había contenido el depósito y con mucha mugre en los bordes). El riesgo que corrimos no mereció la pena porque no era ninguna maravilla.
Si que tuvo cierta gracia la zona de animales vivos (un búfalo costaba algo menos de 1.000$) y el mercado de carne donde jugaban con los despojos de las vacas a un curioso juego que consistía en apostar, o eso creímos entender, si el vietnamita borracho de turno era capaz de cortar con un machete enorme y de un solo tajo, las sobras de la carne por la mitad. Parecía ser algo realmente emocionante por cómo se arremolinaban y gritaban entusiasmados los asistentes.
De vuelta hacia Lao Cai donde esa noche tomaríamos el tren de vuelta. Creíamos el periplo acabado pero ese domingo de finales de julio iba a ser un domingo que recordaremos mucho tiempo….