Tras una semana de reposo total, tostándonos al sol, nadando con delfines y castigando el cuerpo con todo tipo de alcoholes (especialmente tequila en todas sus versiones pero también le dimos a la piña colada) llego la hora de dejar Xcaret, allí donde mi hijo dijo muy serio: “Papi, yo he nacido para esto” porque había animales por doquier (iguanas, serpientes, venados, guacamayos, tortugas gigantes)…¡un paraíso para él!
Arrastrábamos una situación no muy placentera a la llegada fruto de un “malentendido” según el hotel, una estafa flagrante según nuestro parecer que todavía, tras muchas visitas a la recepción del hotel Occidental Xcaret y muchas veces preguntando por su Director (un gallego muy amable de nombre Jose Manuel) todavía no habíamos podido resolver (ni resolveríamos porque ya había llegado esa fase de las discusiones comerciales en que la otra parte se declara incapaz y escala a alguien a quien nunca vas a ver en tu vida). Pero hasta el último momento seguimos dando la matraca y, al menos, algo nos abonaron; creo recordar que nos dejaron hacer un “late check out” que nos vino bien pues nos recogían a las 3 de la tarde para ir al aeropuerto y así pudimos estar en la piscina mientras esperábamos, ya que nuestro vuelo al puerto de Veracruz despegaría a las 19 horas teóricamente.
Vivaerobus era la compañía y, efectivamente, la hora de salida era teórica pues cuando llegamos al aeropuerto, con mucho tiempo de anticipación pues fuimos previsores, el avión que nos había de llevar no había siquiera salido de Veracruz, pero es que antes debía de ir al DF, volver a Veracruz y, finalmente venir a Cancún a recogernos. Hora prevista de salida: 1 de la mañana (si todo iba bien que no lo fue). Nos tocaba pues esperar 7 horas, que luego fueron 9 en la pequeña terminal del aeropuerto de Cancún… ¡qué malos recuerdos me trae este aeropuerto! Y lo peor es que parece que es algo normal en esta aerolínea… ¡que desastre!
Para más INRI, como si no te tocaran los huevos suficientemente, es de esas aerolíneas que llevan al límite el tema de los kilos a facturar y te cobran millonadas por el exceso. Como había tiempo y con un amable muchacho que se encargaba de retractilar las maletas para evitar robos, hicimos el cálculo de lo que debíamos de pagar: casi 300€ por el exceso. Pero había una solución, repartir los kilos de más en otra maleta a la que teníamos derecho por ser 5 viajeros y sólo llevar 4 bultos. Él nos vendería un petate por el módico precio de 30€ (negocio redondo para nosotros que ahorrábamos 270€). Así lo hicimos y generó una angustiosa situación de ropa sucia transferida de un lado a otro, alguna chorrada comprada que quedó en tierra y 2 botellas de tequila regalo una de Yuri y otra no identificada que mi padre puso con toda su ropa. Claro está, una se rompió y marcó el resto del viaje de mi padre que ya no sólo bebía tequila sino que toda su ropa olía a tequila.
Para no hacer el cuento largo, el avión salió a las 2:30 y hasta las 5 no llegamos al hotel en Veracruz. Hubo incluso un intento de motín de los viajeros ya en el aeropuerto de Veracruz porque no salía el equipaje y alguien lo achacó a que lo habían mandado en otro vuelo con no se sabe cuál destino indefinido (tampoco quedaba clara la razón pero a mí se me hizo algo natural pensar así después de tantas horas de tute). Lo peor es que a las 9 teníamos hora con los delfines en el maravilloso acuario de Veracruz (organizado por el gran Carlos Gil) pero se nos hizo una montaña imposible de escalar.
Fueron 4 días en el Camino Real de Veracruz donde las atenciones fueron inmejorables. Desde las comidas y cenas cocinadas por el gran chef Carlitos (con menú impreso y él vestido como corresponde) en su precioso apartamento de Boca del Río (qué rico todo, el salpicón de jaiba especialmente delicioso…y los vinos y los tequilas…tonterías las justas), hasta los desayunos y cenas en la cafetería más famosa de Veracruz: El Gran Café de la Parroquia que data de 1808 cuando la inauguraron emigrantes españoles y que tiene varias sucursales: la original, la del bicentenario y algunas copias distribuidas por la ciudad. Impresionante como sirven el café y, sobre todo la leche, en una suerte de escanciado que la hace especialmente sabrosa pues genera una espumita deliciosa. Si acudís, id con la idea de hacer cola pues siempre está a tope pero merece la pena no sólo por el glamour del sitio, sino también por observar a la gente y sus hábitos; ¡meros trabajadores todos!
Y de excursión nos fuimos al preciosos pueblo de Tlacotalpan, cuna de Agustín Lara, pero esa maravilla os la cuento en la próxima entrega…